El turismo post-coronavirus (VII)
13 ABRIL, 2020 (04:52:46)
Uno de los aspectos más importantes de las crisis es el aprendizaje. Es su lado positivo, pues nos permitirá estar más preparados para la siguiente si, fruto de ese aprendizaje, se adoptan las medidas adecuadas, sobre todo preventivas, para abordar una situación de emergencia. No sabemos cuándo ni en qué forma (epidemia/pandemia, terrorismo, incendios, terremotos…), pero sí que antes o después llegará, con sus consecuencias sobre la economía en general y el turismo en particular.
El covid-19 ha dado lugar a la madre de todas las crisis, por su alcance (prácticamente global), su intensidad (el peaje en vidas humanas y económico) y su extensión (duración en el tiempo). Los antecedentes de pandemias en el mundo no son parangonables. Por tanto, debería ser una fuente de aprendizaje extraordinaria para un país como España, no habituado (como muchos otros del mundo más desarrollado) a este tipo de crisis sanitarias, que se ha vanagloriado, con razón, de ser la economía más competitiva del mundo en cuanto a turismo y el segundo país más visitado del planeta.
Ahora nos encontramos en la fase reactiva, tratando de minimizar los daños de esta crisis, sanitaria en origen pero con una derivada económica cuya dimensión aún no conseguimos valorar con claridad. No obstante, también debe verse como una oportunidad que, manejada inteligentemente, debería dar pie a una reflexión constructiva y serena, más allá de las urgencias que estas catástrofes provocan, que permita extraer lecciones para mejorar, sobre todo, la acción preventiva; que permita corregir errores y mejorar los protocolos de actuación, a la par que reafirmar aquellos que funcionaron bien; que posibilite la puesta en marcha de un proceso de aprendizaje, con la institucionalización de los correspondientes mecanismos, que dé pie a elaborar un modelo preventivo de gestión de las crisis a las que el sector turismo es propenso, sabiendo que cada caso es único y singular y que, por tanto, no puede separarse de su contexto.
Una primera lección es que creíamos que, en materia turística, bastaba con vender sol, playa, paisajes, monumentos históricos, fiestas…y nos encontramos ahora con que también, y fundamentalmente, hay que vender confianza, ligada a la seguridad y la salud, con la particularidad que ha de ser doble: confianza en los mercados de destino y en los de origen. Quienes aún piensen que, no más allá de algunos cambios de carácter operativo y transitorio, el turismo volverá a ser como era antes, no habrán aprendido nada.
Catástrofes como ésta reabren la cuestión, siempre latente, de la gestión de las crisis en el turismo, entendiendo por tal cualquier acontecimiento con capacidad para amenazar el funcionamiento normal de las empresas relacionadas con esta actividad y dañar la reputación general de un destino, al afectar negativamente la percepción de sus visitantes, a la vez que provoca una quiebra en la economía al interrumpir la continuidad de las operaciones comerciales de la industria de viajes y turismo por la reducción (llevada al extremo en el caso que nos ocupa) de las llegadas y gastos turísticos.
Debido a su alta interacción con todos los aspectos de la sociedad, los destinos turísticos son muy vulnerables a las crisis y se ven afectados por todas las posibles perturbaciones de la normalidad, ya se trate de inestabilidad política, catástrofes naturales, recesiones de la economía, problemas de salud pública, etc., que pueden conducir el sistema turístico hacia un estado caótico, por la incapacidad de hacer frente a cambios que pueden ser repentinos y, por estar sujetos a limitaciones de tiempo, control limitado y alta incertidumbre, extremadamente complejos.
Por tanto, aunque el turismo ha demostrado ser una actividad con alto grado de resiliencia, recuperándose en relativamente poco tiempo de los impactos negativos de acontecimientos catastróficos y convirtiéndose en elemento tractor o locomotora de la recuperación económica general, no es menos cierto que los gestores de empresas y destinos turísticos no deberían subestimar sus efectos. De hecho, esta sería otra lección a aprender: la gestión de crisis y desastres debería considerarse una competencia básica en ambos perfiles, que no es posible improvisar so pena de incrementar los daños como consecuencia de una mala gestión de este tipo de situaciones, tan excepcionales como amenazadoras.
Con responsables públicos y privados con esta sensibilidad y competencia, la aplicación de metodologías proactivas a la gestión de situaciones de crisis en un destino turístico debería ser el siguiente paso: la siguiente lección que debe ser aprendida. Anticipar, en la medida de lo posible, es fundamental para minimizar el peaje humano y económico a pagar. Para ello es preciso: identificar los potenciales factores de riesgo, con sus correspondientes escenarios en cuanto a impacto potencial; individualizar los correspondientes indicadores o señales de alarma para el factor de riesgo de que se trate, monitorizándolos muy de cerca; y preparar la respuesta, que ha de ser planificada e incorporar los mecanismos de coordinación y control que hagan posible una reacción eficaz. Los destinos turísticos deben dotarse de planes de contingencia integrales (no sólo de promoción) para hacer frente a eventuales situaciones catastróficas.
Hay muchas ideas o teorías acerca de cómo manejar una situación de crisis, pero todas ellas, pese a sus diferencias, tienen algunos elementos en común, como la necesidad de anticiparlas y prepararse para ellas, reaccionando lo más rápidamente posible. Ante una catástrofe potencial no cabe dejar la suerte del destino a la improvisación o al albur de la fortuna.
Si antes del covid-19 pensábamos que en España el riesgo de epidemias era extremadamente bajo, y que este tipo de problemas estaba localizado en otras partes del globo, ya habríamos debido aprender que, con la globalización, el riesgo de sufrir este tipo de crisis es real: también va con nosotros y puede volver a producirse.
Si antes del covid-19 pensábamos que esta ha sido una crisis sobrevenida que llegó a España sin avisar y, por tanto, para la que no pudimos prepararnos mejor, ya habríamos debido aprender que, dentro de la volatilidad, incertidumbre, complejidad y ambigüedad de la situación, existen señales de alarma, a veces llamadas señales débiles, que, por ser malinterpretadas o minusvaloradas, impiden la adopción de medidas con más antelación. Como la ciencia de la complejidad nos enseña, pequeñas causas pueden generar grandes efectos, lo que quiere decir, transponiendo esta regla, que unos pocos días de diferencia en la adopción de medidas pueden suponer una gran diferencia en cuanto a la eficacia de las mismas.
Por poner un ejemplo de naturaleza económica, ligado a los mercados de valores y a su comportamiento anticipatorio, si el temor al tristemente famoso coronavirus provocó un desplome en la Bolsa china (la mayor caída en muchos años; ver aquí), esto debió hacernos pensar que, en un mundo hiper-conectado e interdependiente, éste era un asunto serio para el que debíamos prepararnos. De hecho, inmediatamente después empezamos a ver cómo operadores turísticos desaconsejaban viajar a zonas afectadas, empresas multinacionales anunciaban su retirada de eventos de gran importancia comercial, el comportamiento de los negocios chinos en dichas zonas, etc.
Cierto es que el análisis a posteriori es mucho más fácil que la valoración de la información (siempre imperfecta) cuando se produce, en un contexto en que los acontecimientos se suceden con gran rapidez, el margen de maniobra temporal es escaso y la toma de decisiones está sujeta a múltiples presiones, pero por eso ahora estamos en el tiempo del aprendizaje.
Esperemos que hayamos aprendido estas lecciones y la próxima vez estemos mejor preparados, no ya sólo para reaccionar (con una organización más afinada), sino para anticiparnos con medidas preventivas. La prevención y la agilidad de respuesta son fundamentales, y el sector debe dotarse de mecanismos de inteligencia y organizativos para impulsarlas.
El posicionamiento como “destino seguro” será cada vez más valorado por los turistas, sobre todo los internacionales por su mayor vulnerabilidad. Y ello exige tener identificados los riesgos que con mayor verosimilitud existen (incendios forestales, terremotos, tsunamis, contaminación del aire, de las aguas de baño, etc.) y poner a punto planes de contingencia que permitan, si llegara el caso, reducir al máximo posible los efectos adversos al tener pre-definidos los planes de actuación y sus correspondientes medidas (ahora, también, ante una epidemia o pandemia). La gestión de crisis es, por tanto, un problema estratégico que todos los destinos turísticos deben ocuparse de gestionar adecuadamente y no deberían subestimar.
¿Habremos aprendido esta lección? Nuestro camino en el escenario post-coronavirus dependerá de ello.
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